Un atentado como el de ayer en París nos sitúa ante el gran dilema: ¿civilización o barbarie? A poco que reflexionemos podemos determinar el núcleo esencial de cada una de ellas.
El recurso fácil de atribuir las causas a una determinada religión, en este caso la musulmana, es profundamente erróneo. En nombre de todas las religiones monoteístas se han cometido, se cometen y se cometerán, crímenes tan horrendos como el de ayer. A su vez, en nombre de todas las religiones monoteístas se condenarán tragedias semejantes. Por ello la causa debemos buscarla no en las religiones, sino en el fanatismo que pueden provocar, fanatismo, por otro lado, cuyo caldo de cultivo lo encontramos en todo tipo de creencias, tanto las derivadas de la fe como de la razón.
Porque, efectivamente, la actitud fanática no proviene sólo de aquellas creencias opuestas a las ideas —para utilizar la conocida, y clara, distinción de Ortega— sino, a veces, en las ideas mismas, quizás fundadas en argumentos racionales, pero llevadas a la práctica con actitud fanática, aquella actitud que, entre otras cosas, implica que el fin justifica los medios. Ello explica que el nazismo o el estalinismo, basados en ciertas ramas del idealismo alemán, llegaran a cometer atroces crímenes en nombre de bienes que se consideraban superiores. La religión es siempre una creencia, las creencias siempre tienden con mayor facilidad al fanatismo, pero el pensamiento racionalista no siempre está exento de él: depende de la actitud.
Frente al fanatismo está la tolerancia, que también es una actitud más que una ideología, en la que se basa toda idea de convivencia pacífica fundamentada en la libertad y en la igualdad, origen del concepto de democracia organizada en torno a la salvaguarda de los derechos fundamentales. La actitud tolerante está en el comienzo de lo que hoy llamamos civilización occidental y que afortunadamente se extiende ya más allá de Occidente. Sus padres fundadores podrían ser, por ejemplo, Erasmo, Luis Vives o Tomás Moro. En tiempos convulsos debidos a actitudes religiosas intolerantes —es decir, fanáticas—, en aquellas guerras de religión que asolaron el siglo XVI europeo, éstos y otros sostuvieron que debía respetarse la conciencia de cada uno y las diferencias nunca debían ser motivo para justificar la violencia.
De la libertad de conciencia nace la libertad de pensamiento, luego la de opinión y, más tarde, el derecho a la libre información, todos piezas fundamentales —y fundacionales— de las ideas liberales y democráticas de hoy. Un ataque a Charlie Hebdo es un ataque a los millones de personas que en el mundo —no sólo en Occidente— quieren vivir en paz y en libertad, porque este célebre semanario satírico francés ha practicado siempre estas esenciales virtudes éticas y políticas. Sin libertad de expresión no hay democracia, los fanáticos, los bárbaros que han atacado a Charlie Hebdo, son, simplemente, enemigos de la democracia, es decir, de nuestra civilización.
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